En un céntrico lugar de Cajamarca se levanta el enorme cartel de una campaña nacional contra la trata de personas y las falsas ofertas de empleo. Su lema reza: «Ningún trabajo vale más que tu libertad». Muchos ciudadanos, movidos por la curiosidad, empiezan a marcar los números de asistencia que figuran en el anuncio. Sin embargo, no lo hacen para realizar ninguna denuncia. Al contrario, es para solicitar -precisamente- trabajo.
Creen que la campaña es algún tipo de publicidad. Una convocatoria. Una oferta de empleo más.
Esto ocurrió hace menos de un año y es un ejemplo de los retos que deben enfrentar las autoridades en las regiones del país: no solo que se evite el delito entre una población potencialmente vulnerable sino que, al mismo tiempo, se le reconozca culturalmente como tal. Que la gente sepa que el delito de la trata existe y que sus fines suelen ser la explotación sexual y laboral.
Que dejen de creer que trata de personas es sinónimo de un trato entre personas: de alguna forma de acuerdo consensuada.
Un problema que se agrava cuando las mismas autoridades tampoco conocen el crimen lo suficiente como para tipificarlo correctamente. Porque, tal como se deja entrever en la entrevista de esta edición, los efectivos policiales destacados en las regiones no parecen saber en qué consiste la trata: suelen confundirlo con abuso sexual o, en el mejor de los casos, como proxenetismo.
Peor aún, los pocos agentes que llegan a recibir capacitación para reconocer los casos de trata terminan siendo movilizados hacia otras dependencias después de cierto tiempo.
Demás está decir que los nuevos agentes que llegan en reemplazo tampoco están muy enterados del tema, y el círculo vicioso se mantiene.
No llama la atención, entonces, que en Cajamarca exista un registro oficial de solo ocho víctimas de trata -la mayoría niñas- desde el año 2007. Otros investigadores, por el contrario, afirman que la realidad es distinta: que hay casos de niñas que han sido trasladadas desde otras ciudades del departamento para trabajar en algunos de los trescientos nightclubs que funcionan en la ciudad de Cajamarca.
Niñas que, como dice la especialista Marcela Rabanal Pajares, provienen de Jaén, Bagua, Chota y Bambamarca, zonas muy pobres en las que sus habitantes están acostumbrados a ganarse la vida de cualquier forma: así sea poniendo en peligro su propia integridad. La necesidad obliga a que los menores de edad trabajen en lo que sea. Para sus padres, eso representa una ayuda económica extra.
De hecho, en algún momento de la entrevista, Rabanal Pajares establece una suerte de cartografía de la trata de personas en la región: la mayor cantidad de casos de explotación sexual se originan en la parte norte de Cajamarca, mientras que la mayor cantidad de casos de explotación laboral se originan en la parte sur de la región.
Pero hay algo más: la certeza de que el desarrollo económico, sin controles de ningún tipo, no necesariamente produce bonanza.
Cajamarca debe ser una de las pocas regiones en el país que muestra señales de una actividad minera bastante regulada. La zona no sufre la minería ilegal que aqueja a Madre de Dios, por ejemplo: allí no hay campamentos informales en los cuales se explote sexualmente a menores de edad. Y sin embargo, la prosperidad económica que produce esa industria ha fomentado -indirectamente- que haya una mayor demanda de jóvenes que podrían estar siendo utilizadas por redes de trata.
En otras palabras, que en la región hay más personas dispuestas a gastar su dinero en los bares y cantinas de Cajamarca, produciendo una oferta y demanda sexual inusitada.
Todo esto agravado, además, con los indicios de que estos negocios serían propiedad de ciertos ingenieros y administradores mineros de la región.
Se asiste, probablemente, a la creación de otro círculo vicioso.
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