Tenía solo 14 años, y fue captada con engaños para trabajar 13 horas diarias como dama de compañía en un bar, para beber alcohol con los clientes y con propuestas de tener relaciones sexuales con ellos. Su caso llegó a una sala penal, sin embargo, el juez absolvió a su tratante.
Desde aproximadamente la década del 70, el feminismo y los estudios de género han investigado y tratado de erradicar los estereotipos que, como se ha evidenciado, son la semilla de la violencia machista. Con frecuencia el foco de atención ha estado puesto en torno al de «mujer-objeto»; es decir, aquella imagen femenina que se asocia a un objeto en venta a partir de una relación entre la sexualidad insatisfecha del varón-público-cliente y la saturación de sexualidad de ese cuerpo femenino.
Sin embargo, el cliché de la mujer-objeto se ha tratado como una categoría simbólica, siendo utilizado y recreado en publicidad, contenidos audiovisuales, coberturas periodísticas y ficción ha generado (en la sociedad en general; en los hombres en particular) la idea de la mujer como un bien de consumo no pensante o de racionalidad disminuida y que tiene utilidad únicamente cuando se corresponde con los parámetros de belleza hegemónicos.
Esta mirada de la objetivación de las mujeres, si bien es real y grave, palidece y resulta viéndose hasta frívola si la contrastamos con la terrible realidad de la trata de personas. Este delito execrable, que lleva la cosificación del ser humano de lo simbólico a lo real, atenta contra el núcleo duro de los derechos humanos, pues vulnera la dignidad de las personas tratadas al sustraerlas de su entorno familiar, desarraigarlas y utilizarlas como mercancías con fines de explotación sexual, trabajo forzoso o servidumbre doméstica, entre otros.
La trata de personas afecta mayoritariamente a mujeres, y en especial a las más pobres. El 90 % de las víctimas identificadas a través de denuncias policiales son mujeres, así como el 79.6 % de las que son consideradas víctimas por el Ministerio Público: la trata de personas en el Perú tiene rostro de mujer.
Es por ello que este 25 de noviembre, «Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer», debe ser una buena ocasión pero no la única para reflexionar acerca de que en el Perú y Latinoamérica la lucha de las mujeres es por la supervivencia y el respeto a su dignidad. Que se respeten sus derechos fundamentales; que no las violenten sexualmente; que no se comercie con ellas como mercancía; que no las maten.
El largo camino que les toca recorrer para asegurar una vida digna es tan largo y doloroso como la sentencia de la Sala Permanente de la Corte Suprema de Justicia, presidida por el juez Javier Villa Stein, que absolvió a una tratante que hizo trabajar a una menor como «dama de compañía». Sucedió en Madre de Dios, con el argumento de que «el hacer de dama de compañía, y entendida esta como una persona que simplemente bebe con los clientes sin tener que realizar ninguna otra actividad, no se presenta como una labor que vaya a agotar la fuerza de la trabajadora». Respecto a la propuesta para que la menor tenga relaciones sexuales con los clientes a cambio de dinero, la sala indica que esa «no fue la intención primigenia por la cual fue a trabajar al bar, sino que en una oportunidad la procesada le sugirió que lo haga». Es decir, en este caso el abuso sexual a una menor de edad fue tomado casi como un daño colateral en el cual la sala no debía detenerse.
¿Qué lleva a que jueces supremos consideren inofensivo que una adolescente trabaje como dama de compañía?; ¿Qué motiva a tantos hombres y mujeres a culpar a las víctimas de sus propios feminicidios y violaciones, o a normalizar las actitudes de los agresores? ¿Cuán nocivas pueden ser las masculinidades que consideran a las mujeres no como sus pares sino como mercancía? ¿Por qué tantos hombres creen que tienen derecho a ponerle precio al cuerpo de una mujer o de una niña?
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